Argentina gana uno a cero y un
viejo, de aspecto cansino, mira a su alrededor desde el sillón, situado justo
al frente del televisor del living. Está solo, pero ya almorzó, lavó los platos
y sacudió los muebles, como quien espera impaciente la llegada de una visita.
Se lo ve triste, le falta algo. Alguien, mejor dicho. El alguien adolescente
que compartió con él la alegría del Mundial 78. Pasaron cuatro años pero
todavía no puede acostumbrarse a la ausencia. En cada partido de la selección
sigue esperando que toque el timbre su nieto, un cabo primero desaparecido
durante la Guerra de Malvinas.
Argentina gana uno a cero y
comienza el segundo tiempo. Al viejo ya no le llama tanto la atención el fútbol
pero un Mundial es un Mundial, y el de España, destruido por la noticia de lo de
su nieto, no se animó a mirarlo. Le gusta el equipo, pero él es de la antigua,
y con la nostalgia de que todo tiempo pasado fue mejor sostiene que dos
Valdanos no hacen un Rojitas. Ni tres Burruchagas un Novello. Sin embargo con
uno no se anima a la comparación. Si fue capaz de engañar a todos y meter un
gol con la mano –piensa- tan malo no debe ser.
Argentina gana uno a cero y ya le
llegó al viejo la noticia de que la Barra del Abuelo se fajó con los temidos
hooligans. En eso, Diego encara, pasa a uno, pasa a dos y el tercero lo derriba
con un patadón. El viejo siente impotencia, la misma que, salvando las
distancias, no siente desde hace mucho tiempo, cuando lo llamaron para decirle
lo de su nieto. El viejo se está dando
cuenta que, en su momento, confundió resignación con bronca, y por primera vez cree
estar en igualdad de condiciones. Sabe que espera una revancha, que por mínima
y anónima que sea, le permita volver a sonreír.
Argentina gana uno a cero y sale
desde el fondo. Tocan rápido para Maradona y el genio del fútbol mundial, que
el viejo sigue con el relato televisivo de Mauro Viale, arranca por la derecha.
Pasa a uno, pasa a dos y el tercero no lo derriba. Pasa a cuatro y el viejo se
para. Deja al quinto en el camino. Algo le dice que va a quedar en la historia como cuando vio que Armstrong
daba el gran paso de la humanidad o escuchaba el Desembarco en Normandía por la
radio. El viejo, y otros treinta millones más, entre los que están su nieto,
pero también el capitán Giachino, el teniente Estévez y todos los pibes del
Belgrano, van colgados de Maradona, que ya entró al área, esquivó una patada y
amagó para dejar a Shilton desparramado y definir con el arco libre.
El viejo no grita el gol, sólo
sonríe. Sonríe después de no sabe cuánto tiempo porque siente que el sueño
hollywoodense se hizo realidad, y que por única vez todos aquellos que fueron
felices y comieron perdices tuvieron un rostro. El de Diego. El del muchacho de
Fiorito que se cargó un país en los hombros y se burló de la reina. El del
pequeño que derrotó al gigante.
El viejo deja de sonreír cuando
se acuerda que no tiene un nieto para contarle su venganza, mínima y anónima.
Sabe que si lo tuviese ni siquiera existiría esa venganza. Y se pone a llorar
después de no sabe cuánto tiempo, desplomado en el sillón.
Argentina gana dos a cero.
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