El fútbol fue injusto aquella
tarde de 1994. Roberto Baggio, el jugador que más había aportado al Mundial de
Estados Unidos, falló el penal decisivo y el campeón del mundo fue Brasil. Ese
yerro le acompañó de por vida al italiano que, sin embargo, edificó una leyenda
de sí mismo antes y sobre todo después de la inédita definición de Rose Bowl.
A Baggio, nacido
futbolísticamente en el Vicenza, un humilde equipo del ascenso italiano, le
enseñaron que en el Calcio diez luchan y uno, el trequartista, juega. Él tomó
la lección al pie de la letra y se convirtió en un egoísta magistral; en un
individualista eficiente que, paradójicamente, se destacó también por sus
asistencias. Dueño de una habilidad única, es considerado uno los jugadores con
mejor gambeta corta de la historia y, además, uno de los más grandes
futbolistas que ha dado la península itálica.
Su estreno en la Serie A fue en la
Fiorentina a mediados de los ochenta, época en la que el Milan se proyectaba
como el futuro rey de Europa y el mundo, un cetro que alcanzaría tiempo después
con Silvio Berlusconi en la presidencia, Arrigo Sacchi en el banco y una
gloriosa camada de holandeses en el terreno. No fueron buenas las dos primeras
temporadas de Roby en el conjunto viola, las lesiones lo persiguieron y recién
en la tercera pudo hacer público su talento. A partir de entonces su figura no
paró de crecer y cuando fue traspasado a la Juventus –que pagó por él el
equivalente a doce millones de euros, una fortuna para el oxidado fútbol de
1990- su efigie en Florencia era equiparable a las de Leonardo, Rafael y Miguel
Ángel.
En Turín volvió a sufrir la
adaptación, pero una vez aclimatado vivió una de las mejores etapas de su
carrera. En 1993 obtuvo la Copa UEFA y fue galardonado por la FIFA como el
mejor jugador del año. ‘Il Divin Codino’ –apodo que mereció por la coleta de
caballo que acostumbraba a lucir- llegó a la Copa del Mundo con la experiencia
de Italia ’90 sobre sus espaldas y el reto de llevar a la Azzurra de Sacchi a
lo más alto. Pero lamentablemente no pudo ser. Nadie, en ese momento, merecía
más que Baggio la consagración; y tampoco nadie merecía menos que él fallar el
penal definitorio.
A la vuelta de Estados Unidos la
Juventus le cobijó una temporada más e incluso fue parte importante del
Scudetto de 1995, aunque la relación con los dirigentes ya no era la misma y
Baggio se sentía desgastado por las críticas. Sumado a eso, un tal Del Piero
comenzaba a disputarle el trono. Así fue que se marchó al Milan, donde lo
esperaba Fabio Capello. Con el entrenador tuvo diferencias insalvables que
marcaron su peregrinaje por el San Siro y tras dos irregulares temporadas que,
sin embargo, no le impidieron sumar otro Scudetto, quedó libre.
Con el Mundial de Francia como
utópico horizonte, Baggio aceptó la oferta del Bologna. A los treinta años, y
contra todos los pronósticos, logró evitar el descenso con los Rossoblù firmando
su mejor temporada en la Serie A –con veintidós tantos en treinta partidos- y
se ganó un lugar en la lista de Cesare Maldini. En la Copa del Mundo de 1998 anotó
dos goles y se convirtió así en el primer futbolista italiano en marcar en tres
mundiales.
Su buena temporada en Bologna volvió
a ponerlo en la órbita de los clubes más poderosos, y entre ellos fue el Inter
el que se hizo con sus servicios. En Milan fueron otros dos años irregulares en
los que Baggio debió convivir con la suplencia y la ignominia de los
entrenadores que preferían a los sudamericanos Ronaldo, Zamorano y Recoba. En
junio de 2000 se marchó del Giuseppe Meazza en silencio y con destino incierto.
Sin embargo Roby no iba a aceptar
tan amarga despedida y ante el llamado del Brescia se aprestó a afrontar su
enésimo y último desafío. A los treinta y tres años se alimentaba de los
titulares que aseguraban que estaba acabado y no tenía nada más para dar. En el
Mario Rigamonti volvió a sentirse valorado y demostró que su fútbol no se había
extinguido. Fueron cuatro temporadas inolvidables en las que Baggio regaló lo
último de su repertorio. Su última función fue el 16 de mayo de 2004 ante el
Milan; aquel día las ochenta mil almas del San Siro lo despidieron de pie y
entre aplausos. Desde entonces ya nadie volvió a ponerse la camiseta número diez
en el Biancoazzurri.
Casi diez años antes de su retiro
había vivido su instante más trágico, el mismo que él eligió recordar en una
entrevista televisiva cuando el conductor le pidió que resuma su vasta
trayectoria en unas pocas líneas. “Juro que aquel penal lo he tirado de todas
las formas, en sueños, en el pasillo de casa y siempre lo he convertido, fue el
momento más duro de mi carrera, ojalá pudiese borrarlo y así no tener que
recordarlo justamente ante su pregunta”, fue la respuesta del italiano, con la
vista clavada en el piso. Baggio omitió un detalle: erran nada más los que se
animan a patear, y sólo los buenos de verdad lo hacen.