“Era muy importante que mi nuevo entrenador pudiese añadir una nueva visión. Iván aporta experiencia y conocimientos que muy pocos tienen”. El que habla es Andy Murray, y cuando menciona a Iván se refiere a Lendl, el ex tenista checo multicampeón durante los ochenta, que a principios de 2012 se convirtió en su referente. La explicación del flamante ganador de Wimbledon sirve de base para entender su éxito, porque Lendl no le enseñó a jugar al tenis, pero si le enseñó a ganar, algo que a Murray se le tornaba imposible en los grandes torneos.
En un año y medio, el escocés pasó de ser simplemente un buen jugador a golpear la puerta del pedestal exclusivo que sólo comparten, en la actualidad, Roger Federer, Rafael Nadal y Novak Djokovic. La génesis del cambio tuvo lugar en enero de 2012 cuando Murray, frustrado por sus malos resultados en las instancias decisivas del circuito, decidió darle las gracias a su entrenador Miles Mclagan y reemplazarlo por Iván Lendl. Andy, que desde 2009 acumulaba dos derrotas en finales y otras cinco en semifinales de torneos de Grand Slam, necesitaba un guía que hubiese sido capaz de superar un calvario similar. Lendl era, desde dicha perspectiva, el entrenador ideal: el checo cayó en cuatro finales antes de obtener en Roland Garros el primero de sus ocho grandes torneos.
Lo primero que hizo Lendl una vez que aceptó la propuesta de Murray para entrenarlo, fue subsanar el pensamiento derrotista que cargaba sobre las espaldas del escocés. La prensa británica lo consideraba “bastante bueno” jugando al tenis, pero no lo suficientemente capacitado en el aspecto psicológico. Pues al checo poco le importó la opinión del cuarto poder (en medio de las críticas aseguró que le haría ganar un Grand Slam a su pupilo), y comenzó a edificar a su campeón desde la adversidad, incluso cuando el arranque del año volvió a codear a Andy con la derrota (semis en Australia, cuartos en Roland Garros y final en Wimbledon).
El despegue fue en los Juegos Olímpicos de Londres 2012, cuando Murray consiguió la medalla de oro al derrotar a Federer -entonces número uno del mundo- por un categórico 6-2, 6-1 y 6-4. Algo estaba cambiando en Andy que sólo unos días antes había acariciado, sin suerte, la corona de Wimbledon ante el suizo. Como medallista olímpico se sentía a la altura de los tenistas top del circuito, y estaba listo para demostrarlo.
La revolución interna de Murray se exteriorizó en el último Abierto de Estados Unidos. Allí derrotó a Marin Cilic en cuartos, a Tomas Berdych en semis y a Novak Djokovic en una maratónica final (7-6, 7-5, 2-6, 3-6 y 6-2). En el partido decisivo luchó contra sus propios fantasmas, y pudo sobreponerse a la adversidad en el tercer y cuarto set cuando tenía el trámite resuelto. El escocés finalmente se sentó en la mesa de los grandes para hablar de igual a igual con el éxito.
Su victoria del último fin de semana en Wimbledon fue histórica, después de 77 años un británico volvió a levantar el trofeo en el All England (el último había sido Fred Perry en 1936). Es el primero que lo hace “vistiendo pantalones cortos”, tal cual aseguró la prensa en Inglaterra. Sin embargo lo verdaderamente destacable en Murray fue la capacidad que exhibió para manejar el trámite del partido. Sabía que Djokovic había disputado un largo encuentro dos días antes frente a Juan Martín Del Potro y le propuso un juego de desgaste. Lo obligó a correr en el peloteo permanente y aplicó perfectamente el cambio de ritmo, obligó al serbio a jugar mal y lo superó claramente 6-4, 7-5 y 6-4.
Aún le queda mucho por mejorar, pero Murray va camino a la confirmación desde el segundo puesto del ranking ATP. Este año volvió a caer en una final de Grand Slam en Australia, ese terreno maldito para él en el que ya cedió tres veces (2010, 2011, y 2013) en el partido decisivo. No obstante empieza a adueñarse lentamente del protagonismo vacante que dejan las lesiones de Nadal, el declive lógico de Federer y los cada vez más frecuentes altibajos de Djokovic, el más terrenal de los tres monstruos que ganaron 34 de los últimos 37 torneos de Grand Slam.
Andy cambió su temperamento para aprovecharse de la transición y asaltar el lugar que no supieron ocupar en su momento Del Potro, Berdych o Jo-Wilfried Tsonga. Y mientras tanto Lendl lo sigue desde el palco del All England, comiendo frutillas con crema, y viendo como toda Inglaterra festeja el éxito de un escocés.
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